sábado, 27 de julio de 2013

Prisioneros de las gotas de agua. Acerca de la adolescencia.

Sergio Espinosa Proa

Hay una enorme serie de tópicos respecto de la adolescencia. Involuntariamente tendremos que incurrir en algunos, dispensen. Está, desde luego, la cuestión de la irresponsabilidad. El adolescente no responde ni por su propio deseo, pues lo experimenta como algo fundamentalmente ajeno. Está también la cuestión de la ambigüedad: ya no se es niño pero adulto todavía tampoco. Adelantemos que esta situación no tiene por qué ser negativa de por sí. Hay cierta magia en no ser ni uno ni otro, es el reino de lo neutro, algo de imaginería angelical o serafínica (y ello incluye obviamente al sexo). Está la cuestión de los juegos: ya no te diviertes como enano pero los pasatiempos del adulto son el colmo de la aburrición. El valor de la amistad comienza a cobrar una fuerza inusitada. Los lazos de solidaridad se tensan con la búsqueda de una identidad, con lo cual el egoísmo del adulto queda en mala posición. Está, cómo obviarla, la cuestión del cuerpo: hay una energía sin empleo que reclama atenciones y delicados equilibrios. El deporte como sustituto y potenciación de la sexualidad. Lo propio del adolescente es la conflictividad. El rechazo de la autoridad. La rebeldía sin origen y sin meta (dicen los adultos, claro). Como si la rebeldía fuera un problema, una plaga a erradicar. Pero qué tal si, como enseñaba Albert Camus, en la rebeldía hallamos la mejor semilla de lo humano. Está la cuestión de la incontrolabilidad: las alteraciones hormonales ponen a los cuerpos en trances indeseados en lo general o más frecuentemente en lo particular. Las hormonas no piden permiso, simplemente arremeten. Ello hace de los cuerpos en desarrollo presas fáciles de la bipolaridad: ¡algo pasa y usted nunca sabe qué es! ¡Es la delicia y el tormento en un mismo paquete! Añadamos la experiencia de la soledad. Un adolescente es, por definición, un incomprendido; empezando por él mismo. No debido a que se pregunte a cada paso ¿quién soy?, sino porque saberlo no le resuelve el problema de serlo, de estar aquí, de cargar con su vida sin deberla ni temerla. Las estadísticas —algunas de ellas— declaran que a los adultos, en gran número, les espanta la idea de volver a esa edad. La razón que se invoca normalmente es que se sufre en demasía. Claro, el adulto ya olvidó la lección de Nietzsche: el sufrimiento no es objeción alguna para la existencia. Pero eso se dice. En la adolescencia hay un desajuste generalizado, un desconocimiento del propio cuerpo —y, con ello, de lo que realmente se es o se puede ser—, un no estar o no saber estar. Para mucha gente esto, de nuevo, representa un defecto, pero haríamos bien en conservar la posición crítica. El niño es infinitamente más adaptable, el adolescente reconoce en la autoridad aquello que siente el impulso de negar. Ahora bien, en este combate, el adolescente desarrolla demasiadas identificaciones, muy cambiantes y poco realistas. Si la vida es sueño, en la adolescencia lo es de modo verdaderamente enfático. La sensación elemental es de pérdida, leve u ocasionalmente de ganancia. Su signo —y acaso por ello la faz de la modernidad se reconoce allí— es la crisis, la crisis no sólo, sino de la totalidad del existir. Ser adolescente se vive menos como proceso que como el hecho puro y duro de no madurar. Las razones son múltiples pero atendamos a esto: aparte de las notorias diferencias entre hombre y mujer, en la adolescencia todo te estimula, todo te afecta. Es el carnaval de los afectos, y no todos son magníficos. Brisa marina, o mejor, marea alta, marea baja. El adolescente no cabe en su sociedad —cosa que no es posible juzgar— pero tampoco —y esto es extraño— tampoco cabe en su propio cuerpo, le cantaba un joven poeta a su novia. Este produce adolescencias, epocales: nunca se repite el mismo gesto en cada generación, pues no habría nada qué imitar. Se imitan entre ellos, y eso los vuelve rápidamente asimilables, predecibles, incluso rentables. Los jóvenes siempre son iguales, se dice, y al decirlo se consigue en multitudes. La grosería y la falta de respeto pueden vender bastante. Uno vive la adolescencia con todas las pilas puestas, y eso fácilmente conduce al desmayo, la inflamación de las membranas, la exigencia de sedación. ¿Es equiparable a la transformación del animal en hombre? Es decir, ¿el camino de la adolescencia es similar al que tomaron los primeros homínidos? En cualquier caso, es la suspensión de la comunidad —y la experimentación de formas alternas de comunicabilidad. En resumen, la adolescencia designa un estado nuevo de vulnerabilidad y, en consecuencia, un espacio de irrupción y conducción del ser libre. De ahí todos sus peligros.

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